El
camarero le echaba alguna mirada de vez en cuando, de esas que no
quieren decir nada,
y seguía secando los vasos con el trapo blanco.
Bec,
seguía inmersa en su propio mundo de ensoñaciones de algún que otro
recuerdo.
Construía su propio lugar, corría por el prado y se
sumergía en el lago tan azul, mientras escuchaba la risa de los
niños perderse entre los árboles llenos de vida tan altos como el
cielo.
Y aunque no pudiera verlo con los ojos, lo sentía con el
corazón.
Así
estuvo horas, como cada noche de cada día.
Quizá esperaba que
alguien la encontrase y la sacase de allí o quizá sólo quería
encontrarse a sí misma.
Era
ya demasiado tarde, el establecimiento estaba completamente vacío y
desolado,
solo quedaba en el aire el sabor del chocolate y de alguna
que otra lágrima furtiva.
-Señorita,
vamos a cerrar - Le anunció el camarero mirándola con sus ojos de
color café y amargura, pero cálidos y comprensivos al mismo tiempo.
Las
polillas que volaban en círculos se golpearon contra la incandescente bombilla y cayeron muertas al mostrador.
Bec se levantó
con las palabras encharcadas en su interior formando mares y
naufragios, abrió la puerta que llevaba hacia la calle, y su mundo
se resquebrajó la fría brisa de invierno le golpeó la cara.
Aquella noche no quería volver a casa.
(Pero ella seguía adelante...)